miércoles, 31 de julio de 2013

EL ORIGEN DE UN CUADRO

Una anécdota.

El Puente Flotante
 de los Sueños

Tosa Mitsunobu
(Japón, 1434-1525)
Las anécdotas son cuentos cortos que narran ciertos incidentes interesantes o entretenidos, unas narraciones breves de sucesos curiosos, cosas que se suponen que le han pasado a algunos. No son para exclusivo entretenimiento, por eso no son chistes propiamente, aunque hay anécdotas muy graciosas.

La palabra “anécdota” es de origen griego, se usaba para los relatos que eran inéditos, los que pertenecían al ámbito privado. Son cuentos que definen los rasgos de un personaje, o describen una característica determinada de alguna costumbre. Las anécdotas forman parte de la tradición oral, es decir, se las recuerda gracias a la transmisión de boca en boca, pero cada narrador le suele agregar su pequeña cuota de imaginación.

El siguiente cuento narra un suceso de la vida del pintor japonés Tosa Mitsunobu (1434-1525). Como toda anécdota, se ha ido puliendo con el tiempo, sin perder su esencia, que es transmitir algunas enseñanzas encarnadas en sucesos y personajes.


El Origen De Un Cuadro

Hacía tiempo que Tosa Mitsunobu deseaba retratar el Hyakki Yakō (la fantasmal procesión, o desfile de los cien espíritus), cuando oyó hablar de un monje peregrino que se había encontrado con esta espectral comitiva mientras pernoctaba en las ruinas del viejo templo llamado Shozenji, antiguamente situado en las afuera de Fushimi, cerca de Kioto.

De este templo se decía que estaba deshabitado desde el trágico día en el que una banda de ladrones mató a todos sus habitantes. Aunque otros monjes intentaron sustituirlos, desistieron al poco tiempo, debido a los fantasmas que, según decían, lo habitaban. Pero esto había sucedido muchos años atrás.

El peregrino, que procedía de una ciudad lejana, no estaba al tanto de la siniestra leyenda del lugar, y como ya se había hecho de noche y una tormenta amenazaba con desatar su furia sobre él, decidió refugiarse en el templo abandonado. Buscó una habitación pequeña y en buen estado, en la cual, tras cenar un cuenco de arroz, se echó a dormir.

Del rollo de Hyakki Yako
Tosa Mitsunobu
(Japón, 1434-1525)
A las dos de la noche, lo despertó una gran algarabía de ruidos. Al acercarse al edificio principal, descubrió que en su interior se habían reunido decenas de espectros y duendes, de las formas más diversas, que reían, jugaban y danzaban.

Se trataba del Hyakki Yakō, y el peregrino, aunque asustado, no pudo evitar quedarse un rato observándolos, hasta que aparecieron otros espíritus de aspecto más grotesco y horrible, momento en el cual echó a correr de vuelta a su habitación, en donde se encerró hasta que los sonidos extraños cesaron y se hizo de día.

Esta era más o menos la historia que el peregrino, aún temblando, le relató aquella misma mañana a un comerciante de Fuchimi, y que este a su vez le contó al afamado pintor Tosa Mitsunobu unas semanas después, mientras este se hallaba de paso en la ciudad.

Esperando encontrar inspiración para su ansiado cuadro, Mitsunobu tomó sus cuadernos y sus pinturas y se dirigió hacia el templo Shozenji, dispuesto a pasar la noche en él.

Cuando llegó, el sol acababa de ponerse. Entró en la sala principal y montó guardia durante horas, sin percibir ningún ruido o visión que se saliera de lo normal, hasta que a eso de la medianoche su atención se vio atraída por una extraña luminiscencia que parecía provenir de las paredes.

Comprobó con sorpresa que allí aparecían dibujados duendes y espectros; era el Hyakki Yakō, reflexionó el pintor, que se manifestaba para él brillando tenebrosamente en las paredes.

A la luz de la luna, Mitsunobu se apresuró a copiar en su cuaderno las más de doscientas figuras, cada una diferente y más grotesca que la anterior. En ello empleó toda la noche, terminando justo cuando la primera luz de la mañana irrumpió en la sala y los espectrales dibujos desaparecieron.
Antes de partir, examinó por última vez las paredes. Estaban recubiertas de grietas y musgos de diferentes colores, que daban lugar a formas caprichosas, las cuales de pronto le resultaron muy familiares. Tosa Mitsunobu emitió una sonora carcajada al comprender que aquellos eran los fantasmas que había visto durante la noche. Apenas grietas y revoque saltado en la pared convertidos en terribles espectros gracias al azar y a su excitada imaginación, sugestionada por la historia del peregrino, quien probablemente fuese víctima de una ilusión similar a la que él acababa de sufrir.

Pero, después de todo, ¿qué importancia tenía eso?… ¿Acaso no había logrado al fin pintar el Hyakki Yakō?


El doble sentido de la ilusión.

Un sentido de la palabra “ilusión” está referido a “burlarse” y “engañar”. La palabra originalmente estaba vinculada al verbo “ludo”, que significa “yo juego”, pero fue evolucionando con el sentido de “causar una impresión engañosa” o “suscitar la esperanza de algo deseable”.

Del rollo de Hyakki Yako
Tosa Mitsunobu
(Japón, 1434-1525)
De este primer sentido de la palabra surge la enseñanza religiosa que dice: “Entonces no dejes que la vida actual te engañe, y no permitas que el embaucador te engañe apartándote de Dios”. Según esta mirada, ilusión es creer que una cosa es diferente de lo que realmente es, y la aceptación del alma de cualquier cosa imaginaria y oscura que esté de acuerdo con sus antojos. Es por lo tanto una forma de ignorancia. El monje peregrino presentado en primer lugar en el cuento es un representante de este tipo de error.

El segundo sentido, que se ha desarrollado especialmente a partir de la segunda mitad del siglo XIX, y es el más vigente, popular y arraigado actualmente, es el de “viva esperanza, expectativas favorables depositadas en personas o cosas”. Hay una expresión, “hacerse ilusiones”, que especialmente habla de esta expectativa valiosa, tanto que se la suele poner como motor del alma.

Esto es lo que dice un sabio reconocido: “El hombre tiene ilusiones como el pájaro alas. Eso es lo que lo sostiene”. Queda acentuado, en este segundo sentido, los aspectos de juego, de imaginación, necesarios para la vida. De aquí nace la figura del pintor del cuento, aquel ser capaz de encontrar un sentido a la ilusión óptica que se produce en el templo abandonado. No es un engañado, sino alguien que recibe una revelación.


El doble sentido de la realidad.

A todos nos pasa lo mismo que al monje peregrino y al pintor. Estamos ante las cosas que causan impresión en nuestra mente, y en otros momentos, encontramos en la realidad cosas que otros no ven. Algunos dicen que la realidad nos llena de ilusiones, en el primer sentido del término, es decir, nos engaña, nos confunde, o nos causa distintos sentimientos. Otros nos dicen que la ilusión es indispensable para vivir, como lo expresaba Homero Manzi : “Como cien estrellas que jamás se apagan, brillan tus recuerdos en mi corazón. Ellos me regalan la ilusión del alba en la noche triste de mi cerrazón”.

Del rollo de Hyakki Yako
Tosa Mitsunobu
(Japón, 1434-1525)
La realidad nunca nos llega en partes aisladas, sino toda junta. Como vemos en el cuento, las paredes ajadas y con grietas están en un templo, en el cual se había dado una masacre muchos años antes, por el cual pasó un peregrino. El pintor quería hacer un cuadro de una fantasmal procesión que él había escuchado, pero nunca había podido ver. El monje busca refugiarse en algún lado, porque se le ha venido la noche encima. Todo está junto, la realidad es una y desbordante, en todo sentido inabarcable. Para el monje, la realidad lo engaña; para el pintor, la realidad le regala la fantasmal procesión.

En la tradición humana hay una enseñanza de alcance universal: se nos recomienda meditar en la realidad que se nos presenta y de la cual formamos parte siempre. Algunos plantearon esta actitud contemplativa como una pérdida de tiempo, o como algo aburrido. Lejos de esto, el cuento nos habla de un juego maravilloso, que se da en todo momento de la vida, en el cual se participa con nuestra atención a la realidad, con nuestra actitud meditativa sin solemnidad.

En la meditación descubrimos que la realidad nos entrega ilusión, no para someternos a su dominio, sino como alimento indispensable para nuestro condición humana. Para darnos cuenta de esta afirmación, pensemos en los siguientes antónimos de “ilusión”: agobio, angustia, desilusión, desesperanza, desinterés, melancolía, pesimismo.


Un autor de teatro, para explicar su oficio, decía algo que podríamos aplicar en distintos aspectos de nuestra vida: “Tengo trucos en el bolsillo —y cosas bajo la manga- pero soy todo lo contrario del prestidigitador común. Éste, les brinda a ustedes una linda ilusión con las apariencias de la verdad. Yo, les doy la verdad con las gratas apariencias de la ilusión” (Tennessee Williams, 1911-1983).

Viento
Taro Okamoto
(japonés, 1911-1996)

domingo, 14 de julio de 2013

FRANCISCA Y LA MUERTE

La mirada ingenua

En algún momento reciente de la historia la palabra “ingenuo” pasó a designar a alguien fácil de engañar, cándido. Pero en sí misma significa “de buen linaje”, “puro”. En la Roma antigua se aplicaba a los ciudadanos plenos, a los que nacen libres.

Sin título
Carlos del Toro Orihuela
(Cubano, nacido en 1954)
En este sentido, los cuentos populares tienen una mirada ingenua sobre toda la realidad, lo que les permite asumir aspectos que se suelen esquivar por ser atemorizantes o porque desbordan la capacidad de entendimiento. Uno de estos temas difíciles es la muerte, una de las protagonistas del cuento que presentamos en esta ocasión.

Los seres humanos intentamos comprender la realidad a través de símbolos, que son los elementos que usan los cuentos. La Muerte es un aspecto de la realidad, y como símbolo contiene varios significados. En primer lugar, representa el aspecto perecedero y destructor de la existencia. Es el final sin retorno de personas y cosas positivas y vivas, lo cual nos produce temor.

A la vez, este símbolo nos introduce a infiernos y paraísos, nos conduce a condiciones hasta ese momento desconocidas. En este sentido, el temor que sentimos en la humanidad ante la muerte es ante el cambio, es la resistencia a una forma de existencia desconocida. Lejos de una reabsorción en la nada, es el miedo a lo nuevo, a una situación libre de fuerzas negativas y regresivas.

Sin título
Antonio Vidal Fernández
(Cubano, nacido en 1928)
La Muerte es un paso muy inquietante para cualquier persona sin distinción. Para eso la humanidad ha ido descubriendo caminos de preparación para este tránsito. Las tradiciones se han dado cuenta de que muchos procesos de la vida son verdaderos pasajes en los que se produce “una muerte” a una condición para entrar en otra totalmente nueva. El paso de la niñez a la vida adulta es el caso humano más típico, para lo que se han elaborado muchos ritos de iniciación.


Tesoros del pueblo.

En una mitología antigua, se dice que la Muerte es hija de la Noche y tiene como hermano al Sueño. Así se rescata el valor regenerativo de la Muerte, como el de su madre y su hermano. Porque la humanidad sabe lo valioso de un buen sueño reparador y el descanso que significa la noche en un refugio cálido para el hombre. Son los grupos humanos los que van dando nombre a las distintas experiencias de la vida y a la vez descubren intuitivamente las relaciones simbólicas de esas experiencias.

El siguiente relato fue atesorado por el pueblo cubano. Como es una tradición oral, se hace muy difícil saber acerca de su origen, pero su permanencia es debida a que tiene fuerte resonancia en el corazón de los cubanos. Con serenidad se ha ido pasando de boca en boca, de generación en generación.

La versión del cuento anónimo es de Onelio Jorge Cardoso (cubano, 1914-1986). Fue un importante narrador, conocido en su tierra como el “Cuentero mayor”. Decía: “Al hombre no le basta con el pan sino que también necesita soñar”.



Francisca y La Muerte.

-Santos y buenos días -dijo la muerte, y ninguno de los presentes la pudo reconocer. ¡Claro!, venía la parca con su trenza retorcida bajo el sombrero y su mano amarilla al bolsillo.
-Si no molesto -dijo-, quisiera saber dónde vive la señora Francisca.
-Pues mire -le respondieron, y asomándose a la puerta, señaló un hombre con su dedo rudo de labrador:
-Allá por las cañas bravas que bate el viento, ¿ve? Hay un camino que sube la colina. Arriba hallará la casa.
«Cumplida está», pensó la muerte y dando las gracias echó a andar por el camino aquella mañana que, precisamente, había pocas nubes en el cielo y todo el azul resplandecía de luz.

Andando pues, miró la muerte la hora y vio que eran las siete de la mañana. Para la una y cuarto, pasado el meridiano, estaba en su lista cumplida ya la señora Francisca.
«Menos mal, poco trabajo; un solo caso», se dijo satisfecha de no fatigarse la muerte y siguió su paso, metiéndose ahora por el camino apretado de romerillo y rocío.

Mujer
Fidelio Ponce de León
(Cubano, 1845-1949)
Efectivamente, era el mes de mayo y con los aguaceros caídos no hubo semilla silvestre ni brote que se quedara bajo tierra sin salir al sol. Los retoños de las ceibas eran pura caoba transparente. El tronco del guayaba soltaba, a espacios, la corteza, dejando ver la carne limpia de la madera. Los cañaverales no tenían una sola hoja amarilla. Verde era todo, desde el suelo al aire y un olor a vida subiendo de las flores.

Natural que la muerte se tapara la nariz. Lógico también que ni siquiera mirara tanta rama llena de nido, ni tanta abeja con su flor. Pero, ¿qué hacerse?; estaba la muerte de paso por aquí, sin ser su reino.
Así, pues, echó y echó la muerte por los caminos hasta llegar a casa de Francisca:
-Por favor, con Panchita -dijo adulona la muerte.
-Abuela salió temprano -contestó una nieta de oro, un poco temerosa aunque la parca seguía con su trenza bajo el sombrero y la mano en el bolsillo.
-¿Y a qué hora regresa? -preguntó.
-¡Quién lo sabe! -dijo la madre de la niña-, Depende de los quehaceres. Por el campo anda, trabajando.
Y la muerte se mordió el labio. No era para menos seguir dando rueda por tanto mundo bonito y ajeno.
-Hace mucho sol. ¿Puedo esperarla aquí?
-Aquí quien viene tiene su casa. Pero puede que ella no regrese hasta el anochecer o la noche misma.
«¡Contra!», pensó la muerte, «se me irá el tren de las cinco. No; mejor voy a buscarla». Y levantando su voz, dijo la muerte:
-¿Dónde, al fijo, pudiera encontrarla ahora?
-De madrugada salió a ordeñar. Seguramente estará en el maíz, sembrando.
-¿Y dónde está el maizal? -preguntó la muerte.
-Siga la cerca y luego verá el campo arado detrás.
-Gracias -dijo seca la muerte y echó a andar de nuevo.
Pero miró todo el extenso campo arado y no había un alma en él. Sólo garzas. Soltóse la trenza la muerte y rabió:
«¡Vieja andariega, dónde te habrás metido!». Escupió y continuó su sendero sin tino.

Una hora después de tener la trenza ardida bajo el sombrero y la nariz repugnada de tanto olor a hierba nueva, la muerte se topó con un caminante:
-Señor, ¿pudiera usted decirme dónde está Francisca por estos campos?
-Tiene suerte -dijo el caminante- , media hora lleva en casa de los Noriegas. Está el niño enfermo y ella fue a sobarle el vientre.
-Gracias -dijo la muerte como un disparo, y apretó el paso.
Sin título
Humberto Hernández Martínez
"El Negro"
(Cubano, nacido en 1958)

Duro y fatigoso era el camino. Además ahora tenía que hacerlo sobre un nuevo terreno arado, sin trillo, y ya se sabe cómo es de incómodo sentar el pie sobre el suelo irregular y tan esponjoso de frescura, que se pierde la mitad del esfuerzo. Así por tanto, llegó la muerte hecha una lástima a casa de los Noriegas:
-Con Francisca, a ver si me hace el favor.
-Ya se marchó.
-¡Pero, cómo! ¿Así, tan de pronto?
-¿Por qué tan de pronto? -le respondieron-. Sólo vino a ayudarnos con el niño y ya lo hizo. ¿A qué viene extrañarse?
-Bueno... verá - dijo la muerte turbada-, es que siempre una hace su sobremesa en todo, digo yo.
-Entonces usted no conoce a Francisca.
-Tengo sus señas -dijo burocrática la Impía.
-A ver; dígalas -esperó la madre. Y la muerte dijo:
-Pues..., con arrugas; desde luego ya son sesenta años...
-¿Y qué más?
-Verá..., el pelo blanco..., casi ningún diente propio..., la nariz, digamos...
-¿Digamos qué?
-Filosa.
-¿Eso es todo?
-Bueno..., por demás nombre y dos apellidos.
-Pero usted no ha hablado de sus ojos.
-Bien; nublados..., sí, nublados han de ser..., ahumados por los años.
-No, no la conoce -dijo la mujer-. Todo lo dicho está bien, pero no los ojos. Tiene menos tiempo en la mirada. Ésa, quien usted busca, no es Francisca.
Y salió la muerte otra vez al camino. Iba ahora indignada, sin preocuparse mucho por la mano y la trenza, que medio se le asomaba bajo el ala del sombrero.

Anduvo y anduvo. En casa de los González le dijeron que estaba Francisca a un tiro de ojo de allí, cortando pangola para la vaca de los nietos. Mas, sólo vio la muerte la pangola recién cortada y nada de Francisca, ni siquiera la huella menuda de su paso.
Entonces la muerte, quien ya tenía los pies hinchados dentro de los botines enlodados, y la camisa negra, más que sudada, sacó su reloj y consultó la hora:
-¡Dios! ¡Las cuatro y media! ¡Imposible! ¡Se me va el tren!
Y echó la muerte de regreso, maldiciendo.
Mientras, a dos kilómetros de allí, escardaba de malas hierbas Francisca el jardincito de la escuela. Un viejo conocido pasó a caballo y, sonriéndole, le tiró a su manera el saludo cariñoso:
-Francisca, ¿cuándo te vas a morir?
Ella se incorporó asomando medio cuerpo sobre las rosas y le devolvió el saludo alegre:
-Nunca -dijo-, siempre hay algo que hacer.


Sin título
Amelia Peláez
(Cubana, 1896-1968)