Cuenta la historia que un viajero llegó
a la orilla de un río muy grande. En el lado donde estaba la orilla era
peligrosa, aterradora y estaba habitada por bestias salvajes. Al otro lado la
orilla parecía segura y sin peligros. Pero no lograba ver ningún puente para
cruzar el río, ninguna barca. Entonces decidió construir una balsa con ramas de
árbol, hierbas y hojas. Y sirviéndose de las manos y los pies cruzó el río con
la balsa. Llegó a la seguridad de la otra orilla que era tranquila y apacible.
Entonces se dijo “esta balsa me ha
servido de gran ayuda. Me ha permitido pasar de una orilla a la otra. Estaría
bien que la llevara conmigo a todas partes.” Y se alejó, con la balsa a
cuestas.
Llegando a casa
Paisaje con balsas Hans Feddersen (danés, 1848-1941) |
Cuando el viajero llegó a la orilla del
gran río se sentó a pensar qué hacía. En su meditación se dio cuenta que si se
dejaba arrastrar por la corriente llegaría al océano, a esa inmensidad, al abismo,
para perderse. Luego se dio cuenta que si remontaba la corriente, llegaría al
manantial, al principio de todas las cosas, a un misterio tan abrumador como el
del océano.
Nuestro protagonista recordó que la vida
es un río. El agua humedece el alma y le da un cuerpo, tal como pensaban los
antiguos. El curso de agua puede representar toda la vida o alguna de sus
etapas. La infancia es un tiempo de aguas rápidas burbujeantes, casi siempre
alegre, que va saltando de piedra en piedra llevando la frescura a las orillas.
La juventud ya es otro tipo de río, distinto del anterior y con características
que no se repetirán ni en el río de la madurez ni en el de la ancianidad.
Meditando en la orilla, el viajero
consideró que si él fuera chino necesitaría una pareja al lado. Porque en esa
cultura de Oriente atravesar el río es una importante ceremonia de fecundidad
que realizan las parejas jóvenes en el equinoccio de primavera, el cruce de las
estaciones, considerado el comienzo del año. Con ese rito se equilibran las
energías, se sumergen en la fecundidad e invocan la lluvia para que haga lo
mismo con los campos.
Sobre el lago Ian Fairweather (escocés, 1891-1974) |
En cambio si el peregrino en meditación fuera
griego, lo primero que tendría que hacer es ofrecer sacrificios de animales,
porque para esa cultura los cursos de agua están divinizados, como hijos de
Océano y padre de las Ninfas. Es lo que enseñaba Hesíodo: No atraviesen nunca las aguas de los ríos de curso eterno, antes de
haber pronunciado una oración, con los ojos fijos sobre sus magníficas
corrientes, antes de haber mojado sus manos en la onda agradable y limpia.
Hechas todas las consideraciones
posibles, el viajante construye una balsa. Es un trabajo arduo porque está
todavía en una orilla muy peligrosa, dice el cuento. Lo que construye simboliza
el seno materno, que nos hace atravesar las primeras aguas. También puede
simbolizar el ataúd, a través del cual vamos a un nuevo nacimiento. Pero si se
trata de atravesar las etapas de la vida, la balsa entonces significa aquellas
acciones que nos permiten sortear los desafíos propios de cada época.
Llegar a la otra orilla significa
alcanzar una mayor plenitud. Y allí el viajero se equivoca al cargar con una
balsa que tendría que haber dejado. No solamente hay que meditar antes de
cruzar, sino también después, como sucede en todos los ritos sagrados que
comienzan con una invocación a la divinidad y culminan con un profundo
agradecimiento a la compañía providencial que permitió el cruce.
Al arribar a la otra orilla después de
atravesar cualquier río, el barquero que nos acompaña en la vida nos advierte
antes de seguir que dejemos lo que hayamos utilizado para superar la etapa, aún
las cosas buenas que nos hicieron flotar sobre las aguas pasadas. Ya todos los
sueños y los deseos de la orilla anterior han desaparecido, has llegado a casa.
Cruce Luis Cruz Azaceta (cubano, n. en 1942) |