domingo, 21 de mayo de 2017

AMANECERES Y OCASOS

Autorretrato con pañuelo rojo
Louisa Matthiasdottir
(islandesa, 1917-2000)

 El sol se despedía del Imperio Tré. El vasallo caminaba junto a la anciana del molino amarillo. Iban conversando sobre la vida.

- “¿Qué es lo que más te gusta de la vida, anciana?”

La viejecilla del molino amarillo se entretenía en lanzar los ojos hacia el ocaso.

- “Los atardeceres”

El vasallo preguntó, confundido:

- “¿No te gustan más los amaneceres? Mira que no he visto cosa más hermosa que el nacimiento del sol allá, detrás de las verdes colinas de Tré”

Y, reafirmándose en lo dicho, agregó:

- “¿Sabes?... Yo prefiero los amaneceres.”

La anciana dejó sobre el piso la canastilla de espigas que sus arrugadas manos llevaban. Dirigiéndose hacia el vasallo, con tono de voz dulce y conciliador, dijo:

- “Los amaneceres son bellos, sí. Pero las puestas de sol me dicen más. Son momentos en los que me gusta reflexionar y pensar mucho. Son momentos que me dicen cosas de mí misma.”

- “¿Cosas? ¿De ti misma...?”, inquirió el vasallo. No sabía a qué se refería la viejecilla con aquella frase.

Antes de cerrar la puerta del molino amarillo, la anciana añadió:

- “Claro. La vida es como un amanecer para los jóvenes como tú. Para los ancianos, como yo, es un bello atardecer. Lo que al inicio es precioso, al final llega a ser plenamente hermoso. Por eso prefiero los atardeceres... ¡mira!”

La anciana apuntó con su mano hacia el horizonte. El sol se ocultó y un cálido color rosado se extendió por todo el cielo del Imperio Tré. El vasallo guardó silencio. Quedó absorto ante tanta belleza.


Mira hacia arriba

Impresión, sol naciente
Claude Monet
(francés, 1840-1926)
          El vasallo y la anciana del molino amarillo miraban hacia arriba. A los costados el Imperio estaba en pleno esplendor, nadie lo cuestiona ni lo disputa. Todo está en orden en el Imperio. Sin embargo, el vasallo conversa con la anciana sobre otro orden más profundo de la realidad, aquello que puede dar razón a los tiempos de la vida humana. Buscan en lo alto, porque hacia allí se aspira y de esa dimensión llega la luz.

         Estar vertical es tomar conciencia plena de la vida, y de esa manera caminaban los protagonistas del cuento. Se parecían a esos animales erguidos de algunas culturas. Muchas veces los leones rampantes se pusieron como signo de reinos poderosos, hasta tiránicos. Pero el felino sobre sus pies es el símbolo del hombre que busca en las alturas su plenitud. Lo mismo sucede con la serpiente emplumada erecta, la que une los opuestos: unión inesperada de la materia pesada que se adhiere al suelo con la materia alada, que se mueve en lo invisible. Estar erguido es la primera y más importante de todas las características comunes a todos los hombres y a sus antepasados.
 
Ellos
Francois Arnal
(francés, 1924-2012)
         Arriba está el sol, el astro de la vida, de la luz y que marca el camino. Para muchos es el símbolo más pleno de la divinidad, y dudamos a veces si no es en realidad la visita del Trascendente. En el cuento, se marcan dos de los momentos didácticos del astro. Uno es el amanecer, la fuerza reveladora, el calor que anima la savia, como símbolo del nacimiento y la juventud. Es la presencia activa de cada ser humano, capaz de proteger, de servir, de dar ánimo y entusiasmar a otros en los meandros vitales. Otro es el atardecer, el descanso luego de la tarea, momento de ingreso al silencio, a la suave quietud. Es descenso, pero algo mucho más grande y bienaventurado que el nacimiento.

         La anciana tiene como apellido el molino amarillo, como una mujer casada que se nombra con el apelativo de su marido. Importante es la rueda de moler implicada por el molino, pues nos habla de la oración, que da vueltas y vueltas en torno al centro de meditación, de lo que resulta la trituración del trigo que se convierte en pan. La oración es alimento para la humanidad. Hacia ese lugar se dirigía la anciana, con su canasta de trigo maduro, amarillo, como las paredes de molino.
Atribuido a
Júlíana Sveinsdóttir
(islandesa, 1889–1966) 

         Entonces, al final, la mujer apuntó con su vieja mano hacia donde se dirigía su alma: al ocaso. El vasallo quedó absorto ante tanta belleza, dice el texto. El ocaso de la vida transitada con sabiduría se mostró en ese final: un deslumbrante derrame de luz tenue, cálida, rosada sobre el cielo, llenando las alturas de los que miran hacia arriba.

         Así como el sol se entrega en el atardecer, la vida tiene sentido cuando no se guarda en la superficialidad de los imperios, sino que se derrama sin recelos sobre quienes también el sol se extiende cada día, sin ninguna distinción.



El sol
Edvard Munch
(noruego, 1863-1944) 




domingo, 7 de mayo de 2017

LA NATURALEZA DE BUDA

La cara del Salvador: el rey distante – Buda II
Alekséi von Jawlensky
(ruso, 1864-1941) 


En la tradición zen, un monje le preguntó un día al maestro Joshu:

− ¿Quién es Buda?

− Es el que está en la entrada del monasterio –contestó el maestro.

− El que está en la entrada del monasterio –dijo el discípulo- no es más que una escultura, una figura de barro.

− Así es –dijo el maestro.

− Entonces, ¿quién es Buda?

− El que está en la entrada del monasterio –contestó el maestro.


Manifestación de lo inabarcable

         En los tiempos del maestro Joshu  (chino, 778-897), un relato de estas características alimentaba el sentido de lo sagrado que se vivía en lo cotidiano, similar a lo que sucedía en el mundo occidental para la misma época.  Hoy ya no es lo mismo.  Una diferencia importante es la consideración del símbolo, muy presente en las culturas antiguas.
Pared oriental
Hiroyuki Tajima
(japonés, 1911-1984)  

         Todo símbolo tiene tres aspectos que van unidos simultáneamente.  La primera característica es que el símbolo es algo sensible. Puede ser percibido por más de uno de los sentidos, pero por lo menos hace falta uno de ellos.  Puede ser una figura de barro, que se percibe por la vista y el tacto, como también un simple perfume que se nota por el olfato, o una melodía que se escucha en un lugar apacible.  Multitudes de símbolos pueblan nuestra vida cotidiana.

         El símbolo es además algo racional.  El sujeto que está percibiendo el símbolo tiene que tener autoconsciencia que conoce el símbolo.  Esto es otro aspecto del cuento que se ha presentado.  En el cuento el maestro dice dos veces “el que está en la entrada del monasterio”.  La primera vez es como si presentara la escultura a los sentidos del discípulo.  Éste reacciona con precisión, diciendo que es una figura de barro.  Con el sentido de la vista, y quizás el tacto, percibe el objeto y dice lo que ve.

         La segunda vez que pronuncia la misma frase le dice al discípulo que tome consciencia que el objeto que ve es un símbolo, y para hacerlo tiene que darse cuenta que eso es exactamente lo que está viendo en la entrada del monasterio.  La razón, que forma parte de nuestra naturaleza humana, es la que nos permite esa precisión con los objetos.  Por ejemplo, por medio de la razón podemos clasificar las plantas de un jardín, según el tipo de flores que producen, la forma de sus hojas y si crecen al sol o a la sombra.  Un jardín razonado puede ser un muy bello espacio.
Diáfano blanco
Leo Leuppi
(suizo, 1893-1972) 

         Finalmente, el símbolo es algo intelectual.  Y esto es lo más difícil de comprender.  No hay un símbolo sin un darse cuenta de que lo simbolizado ni es idéntico al símbolo ni se puede separar de él.  Volvamos al cuento.  Cuando el discípulo dice que el que está en la puerta del monasterio es una figura de barro, está diciendo que no es Buda.  El maestro le dice que así es. Entonces el discípulo vuelve a preguntar ¿quién es Buda?, y el maestro lo empuja a la intuición que el símbolo de la entrada es Buda.

         Sabemos, como el maestro Joshu, que el símbolo no es lo simbolizado, pero lo simbolizado no es separable del símbolo.  Una persona toca un Cristo crucificado, y tiene claro que no es Cristo, pero a la vez sabe que Cristo no es separable de ese símbolo.  Se puede decir que la apariencia de Cristo que tiene el objeto, no es un simple parecerse al simbolizado.  Es también “aparecer”, una manifestación misteriosa del Simbolizado.

         Mediante los símbolos experimentamos la sensación, al principio leve y casi irreconocible, de que hay un fondo en el mundo.  Transitamos las apariencias, y nos damos cuenta de que en esa capa superficial del mundo natural y cotidiano hay una verdad mucho más radical.  Así empieza lo extraordinario.


         La vida está plagada de símbolos.  Por eso, todas las personas, aún las más irreligiosas, insensibles, empíricas y materialistas, encuentran en su memoria momentos de duda, de perplejidad, momentos en los que lo único que cabe es callar, porque aunque no lo crea, ha sentido la presencia de lo extraordinario.


Titulo desconocido
Alvaro Lapa
(portugués, 1939-2006)