La llave
Jackson Pollock
(norteamericano, 1912-1956) |
El Divino se sentía solo y quería hallarse acompañado. Entonces decidió
crear unos seres que pudieran hacerle compañía. Pero cierto día, estos seres
encontraron la llave de la felicidad, siguieron el camino hacia el Divino y se reabsorbieron
a Él.
Dios se quedó triste, nuevamente solo. Reflexionó. Pensó que había
llegado el momento de crear al ser humano, pero temió que éste pudiera
descubrir la llave de la felicidad, encontrar el camino hacia Él y volver a
quedarse solo. Siguió reflexionando y se preguntó dónde podría ocultar la llave
de la felicidad para que el hombre no diese con ella. Tenía, desde luego, que
esconderla en un lugar recóndito donde el hombre no pudiese hallarla.
Monograma clave para
“Los amantes de la montaña”
Aubrey Beardsley
(ingles, 1872-1898) |
Primero pensó en ocultarla en el fondo del mar; luego, en una caverna de
los Himalaya; después, en un remotísimo confín del espacio sideral. Pero no se
sintió satisfecho con estos lugares. Pasó toda la noche en vela, preguntándose
cuál sería el lugar seguro para ocultar la llave de la felicidad. Pensó que el
hombre terminaría descendiendo a lo más abismal de los océanos y que allí la
llave no estaría segura. Tampoco lo estaría en una gruta de los Himalaya,
porque antes o después hallaría esas tierras.
Ni siquiera estaría bien oculta en los vastos espacios siderales, porque
un día el hombre exploraría todo el universo. “¿Dónde ocultarla?”, continuaba
preguntándose al amanecer. Y cuando el sol comenzaba a disipar la bruma
matutina, al Divino se le ocurrió de súbito el único lugar en el que el hombre
no buscaría la llave de la felicidad: dentro del hombre mismo. Creó al ser
humano y en su interior colocó la llave de la felicidad.
Buscar el interior
Bienaventuranza acuática
Wu Guanzhong
(chino, 1919-2010) |
El cuento proviene de la India. Asume
un símbolo extendido, el de la llave. En
Occidente, el instrumento que abre y cierra estaba en manos del dios griego
Jano, quien abría las puertas al Paraíso celestial y al terrenal. Dos lugares, dos puertas. dos llaves, una de
plata y otra de oro. De manera parecida,
los signos del poder conferido por Cristo a San Pedro serán dos llaves, una de
oro y otra de plata.
Las llaves de Jano también abrían las
puertas solsticiales, es decir, los momentos en los que el sol alcanza su mayor
o menor altura aparente, dominando de esta forma las fases ascendente y
descendente del ciclo anual. Cuando el
sol está en mayor altura aparente, entonces la luz del día dura más. En cambio, cuando está en la menor altura, la
noche es la que tiene mayor duración.
Una concepción general parte de la idea
de que todo lo que se dice, todo lo que se hace, en el hombre, en la sociedad,
en el mundo, es puerta. Y de estas
entradas, las llaves son el Jefe, el Sol y Dios. Dios es la llave de la creación y del mundo;
el sol, la llave del día, que abre al levantarse y cierra al ponerse. Y también la llave simboliza al que lleva a
la plenitud, al que detenta el poder de decisión y la responsabilidad. Jefe es el padre, la madre, el maestro, el
capataz, el dueño, y tantas otras figuras de la vida en sociedad.
Día feliz
Willi Baumeister
(alemán, 1889-1955) |
Cuando el Divino decide esconder la
llave de la felicidad en el interior del hombre, puede surgir la falsa figura
de que el ser humano es una bolsa de piel, cuyo interior encierra materia y
alma. Pero si miramos qué se piensa en
la India, y en todo el mundo, sobre el “interior del hombre”, nos encontramos
con una inmensidad sin límites.
El hombre es un microcosmos. No es una parte del universo, sino todo el
universo en pequeño. En el Libro del
Génesis, en la Biblia, se lo presenta como creado “a imagen y semejanza de
Dios”. El hombre, como microcosmos, está
relacionado con el macrocosmos, entendido este último no solamente como el
universo sino también el pensamiento de Dios, que es la idea y la fuerza de ese
universo.
Un ejemplo de esta mirada sobre el
hombre se da en la medicina china, la que estableció una correspondencia entre
el cuerpo humano y el cosmos. Así toda
individualidad humana es un complejo y corresponde a una cierta combinación
armoniosa de elementos universales.
La decisión del Divino no fue llevar la
llave de la felicidad a un lugar lejano, secreto, de difícil acceso. La puso en la inmensidad del hombre, en su
interioridad, para que encuentre la felicidad en la aventura sin límites de
conocerse a sí mismo.
Es la interioridad de la que habla
Atahualpa Yupanqui (argentino, 1908-1992), en el poema “Tiempo del Hombre”:
La partícula cósmica que navega en mi sangre
Es un mundo infinito de fuerzas siderales.
Vino a mí tras un largo camino de milenios
Cuando, tal vez, fui arena para los pies del aire.
Luego fui la madera, raíz desesperada.
Hundida en el silencio de un desierto sin agua.
Después fui caracol quién sabe dónde.
Y los mares me dieron su primera palabra.
Después la forma humana desplegó sobre el mundo
La universal bandera del músculo y la lágrima.
Y creció la blasfemia sobre la vieja tierra.
Y el azafrán, y el tilo, la copla y la plegaria.
Yo no estudio las cosas ni pretendo entenderlas.
Las reconozco, es cierto, pues antes viví en ellas.
Converso con las hojas en medio de los montes
Y me dan sus mensajes las raíces secretas.
Y así voy por el mundo, sin edad ni destino.
Al amparo de un cosmos que camina conmigo.
Amo la luz, y el río, y el silencio, y la estrella.
Y florezco en guitarras porque fui la madera.
Composición
IX
Vasili Kandinski
(ruso, 1866-1944) |