Autorretrato con pañuelo rojo
Louisa Matthiasdottir
(islandesa, 1917-2000) |
El sol se despedía del Imperio Tré.
El vasallo caminaba junto a la anciana del molino amarillo. Iban conversando
sobre la vida.
- “¿Qué es lo que más te gusta de
la vida, anciana?”
La viejecilla del molino amarillo
se entretenía en lanzar los ojos hacia el ocaso.
- “Los atardeceres”
El vasallo preguntó, confundido:
- “¿No te gustan más los
amaneceres? Mira que no he visto cosa más hermosa que el nacimiento del sol
allá, detrás de las verdes colinas de Tré”
Y, reafirmándose en lo dicho,
agregó:
- “¿Sabes?... Yo prefiero los
amaneceres.”
La anciana dejó sobre el piso la
canastilla de espigas que sus arrugadas manos llevaban. Dirigiéndose hacia el
vasallo, con tono de voz dulce y conciliador, dijo:
- “Los amaneceres son bellos, sí.
Pero las puestas de sol me dicen más. Son momentos en los que me gusta
reflexionar y pensar mucho. Son momentos que me dicen cosas de mí misma.”
- “¿Cosas? ¿De ti misma...?”,
inquirió el vasallo. No sabía a qué se refería la viejecilla con aquella frase.
Antes de cerrar la puerta del
molino amarillo, la anciana añadió:
- “Claro. La vida es como un
amanecer para los jóvenes como tú. Para los ancianos, como yo, es un bello
atardecer. Lo que al inicio es precioso, al final llega a ser plenamente
hermoso. Por eso prefiero los atardeceres... ¡mira!”
La anciana apuntó con su mano hacia
el horizonte. El sol se ocultó y un cálido color rosado se extendió por todo el
cielo del Imperio Tré. El vasallo guardó silencio. Quedó absorto ante tanta
belleza.
Mira hacia arriba
Impresión, sol naciente Claude Monet (francés, 1840-1926) |
El vasallo y la anciana del molino amarillo miraban hacia
arriba. A los costados el Imperio estaba en pleno esplendor, nadie lo cuestiona
ni lo disputa. Todo está en orden en el Imperio. Sin embargo, el vasallo
conversa con la anciana sobre otro orden más profundo de la realidad, aquello
que puede dar razón a los tiempos de la vida humana. Buscan en lo alto, porque
hacia allí se aspira y de esa dimensión llega la luz.
Estar vertical es tomar conciencia
plena de la vida, y de esa manera caminaban los protagonistas del cuento. Se
parecían a esos animales erguidos de algunas culturas. Muchas veces los leones
rampantes se pusieron como signo de reinos poderosos, hasta tiránicos. Pero el
felino sobre sus pies es el símbolo del hombre que busca en las alturas su
plenitud. Lo mismo sucede con la serpiente emplumada erecta, la que une los
opuestos: unión inesperada de la materia pesada que se adhiere al suelo con la
materia alada, que se mueve en lo invisible. Estar erguido es la primera y más
importante de todas las características comunes a todos los hombres y a sus
antepasados.
Arriba está el sol, el astro de la
vida, de la luz y que marca el camino. Para muchos es el símbolo más pleno de
la divinidad, y dudamos a veces si no es en realidad la visita del
Trascendente. En el cuento, se marcan dos de los momentos didácticos del astro.
Uno es el amanecer, la fuerza reveladora, el calor que anima la savia, como
símbolo del nacimiento y la juventud. Es la presencia activa de cada ser
humano, capaz de proteger, de servir, de dar ánimo y entusiasmar a otros en los
meandros vitales. Otro es el atardecer, el descanso luego de la tarea, momento
de ingreso al silencio, a la suave quietud. Es descenso, pero algo mucho más
grande y bienaventurado que el nacimiento.
La anciana tiene como apellido el molino amarillo, como una mujer casada
que se nombra con el apelativo de su marido. Importante es la rueda de moler
implicada por el molino, pues nos habla de la oración, que da vueltas y vueltas
en torno al centro de meditación, de lo que resulta la trituración del trigo
que se convierte en pan. La oración es alimento para la humanidad. Hacia ese
lugar se dirigía la anciana, con su canasta de trigo maduro, amarillo, como las
paredes de molino.
Atribuido a
Júlíana
Sveinsdóttir
(islandesa, 1889–1966) |
Entonces, al final, la mujer apuntó con
su vieja mano hacia donde se dirigía su alma: al ocaso. El vasallo quedó
absorto ante tanta belleza, dice el texto. El ocaso de la vida transitada con
sabiduría se mostró en ese final: un deslumbrante derrame de luz tenue, cálida,
rosada sobre el cielo, llenando las alturas de los que miran hacia arriba.
Así como el sol se entrega en el
atardecer, la vida tiene sentido cuando no se guarda en la superficialidad de
los imperios, sino que se derrama sin recelos sobre quienes también el sol se
extiende cada día, sin ninguna distinción.
El sol
Edvard Munch
(noruego, 1863-1944) |