El ambiente del relato.
El desierto significa una inmensa
extensión superficial, estéril, que oculta la realidad. Por eso,
en la tradición, hay muchas personas que se van a vivir allí para
buscar lo más esencial de la vida. Esto puede suceder con un hombre
religioso que se recluye en un monasterio, pero también se da en un
científico que en un laboratorio investiga sobre cuestiones
desconocidas, como también en un empleado con un trabajo rutinario
durante muchos años.
Transmutación III Basil Alkazzi (Kwaiti, n. en 1938) |
Para algunos el desierto representa al
ser superficial que recorre la vida a ciegas, sin percibir su
profundidad. Puede ser alguien al que sólo le preocupa la opinión
de los demás, que está pendiente de cuestiones externas y se
desvive por aparentar, como por ejemplo aquellos que se preocupan por
la edad, negando el paso de los años. También es superficial aquel
que se aferra a lo literal, a los mandatos sociales, convirtiéndose
en alguien rígido y estéril.
Para otros representantes de la
tradición el desierto, al ser un lugar despojado de todo, es el
espacio donde se puede encontrar con el único importante. Allí se
hace visible el Ser o la fuerza que sostiene la realidad, el
principio de todo lo que existe. Recordemos, en este sentido, que
los relatos evangélicos sitúan a Jesús en el desierto cuando tiene
que tomar decisiones importantes. Así sucede antes de salir a
predicar o antes de elegir a sus discípulos.
El desierto puede ser un espacio
estéril, superficial; o ser el ámbito del encuentro con Dios o con
lo más esencial de la vida. En el segundo caso, el desierto se
vuelve fecundo, por la presencia de Dios o a la fuerza de la vida.
En el caso del cuento de hoy, la
anciana va al desierto a buscar sabiduría. Nos parecemos a ella
cuando, en las acciones de nuestra propia vida, en el entorno que nos
haya tocado, buscamos consejo para nuestras decisiones o para
entender el sentido de lo que nos toca atravesar.
El ermitaño del desierto.
El símbolo del
ermitaño está en todas las culturas, sea como un sabio que se ha
alejado del mundo, o como un brujo que vive apartado de la tribu. Es
el que se va al desierto por decisión propia, para llegar de ese
modo a lo más hondo de la realidad y desde allí estar al servicio
de los otros. Por eso, si bien está alejado del espacio de la
comunidad, no se desvincula, sino que con su ejemplo, palabras y
actitud colabora con sus semejantes para superar lo superficial de la
vida. Así, está físicamente lejos, pero de corazón en el centro
de
la realidad.Derviche Miniatura Persa, 1615 |
El ermitaño ayuda a quienes se han
perdido. Se sumerge en la sabiduría, y también es signo de
prudencia y cautela. Estas son las virtudes de la vida en el
desierto, que irá transmitiendo a los que se acerquen a él.
Encontramos un cierto aislamiento en
el ermitaño. Sabemos que los que buscan la verdad suelen sentir que
su tarea tiene como destino esa soledad. Así sucede con muchos
investigadores y estudiosos. También se da en el hombre de campo,
aún en nuestro tiempo, cuando sentado en el más moderno de los
tractores recorre su terreno en soledad arando la tierra.
En nuestro tiempo es un símbolo muy
popular. Especialmente los adolescentes y jóvenes respetan la
figura del ermitaño, no para imitarlo, sino para tenerlo como
protector y consejero. Películas como “El Señor de los
Anillos” o “La guerra de las galaxias” apelan a esta
imagen, atribuyéndole el consejo y la sabiduría.
En otros contextos, el ermitaño
significa la paciencia, el tiempo que todo lo cura, el espíritu de
sacrificio que lo resuelve todo, además de la lentitud en el
estudio, del recogimiento, de la oración. Indica que hay que
caminar despacio por la vida, mirando bien dónde se ponen los pies,
sea en el plano de los negocios o de los asuntos personales. Invita
a relajar los nervios, calmar las tensiones y dominar las inquietudes
por medio del auto control y del relajamiento.
Para el cuento que ahora presentamos,
tengamos en cuenta el doble movimiento que se produce en él. Son
los movimientos de la anciana hacia el ermitaño, indicando el amor a
la sabiduría, y el del ermitaño hacia la anciana, mostrando la
sabiduría del amor, es decir, la santidad. Esta doble acción es
posible en cada uno de nuestros corazones.
El santo de repente sordo.
El comportamiento de los verdaderos
maestros puede parecer a veces sorprendente, incluso increíble, como
en esta historia árabe.
Anciana Suad al-Attar (iraquí, n. en 1942) |
Una anciana caminaba desde hacía
años para encontrarse cara a cara, pero sólo durante unos
instantes, con un santo ermitaño de prodigiosa reputación que vivía
en un desierto. Dicho desierto estaba atestado de peregrinos que
acudían de todos los lugares del mundo para recbir sus admirables
palabras, tocar la tierra que se encontraba ante él, enfrentarse a
su mirada (la gente decía que aquella mirada había visto a Dios) y
luego partir.
Esos peregrinos vivían en tiendas o
dormían al raso. Hábiles comerciantes vendían en el desierto todo
lo necesario para vivir e incluso baratijas. Hombres y mujeres
esperaban, formando una larga fila que serpenteaba por entre las
rocas y avanzaba muy lentamente hacia la entrada de la cueva donde
estaba el ermitaño, acompañado por dos sirvientes.
La anciana que había consagrado
todas las fuerzas que le quedaban para hacer ese viaje, esperó como
el resto. Aquella espera duró varias semanas. La anciana avanzaba
al lento ritmo de la fila, gastando sus últimas monedas en
comprarles un poco de comida a los vendedores ambulantes, que no
dejaban de pasear por allí anunciando a grito pelado sus productos.
Cuando vio que su turno de ver al
santo se acercaba, su corazón se aceleró. Se sentía presa de la
emoción. No podía creer que un encuentro tan largo tiempo deseado
fuera a producirse aquel mismo día. No se atrevía ni a levantar la
mirada hacia el rostro del ermitaño, que estaba sentado a la entrada
de su cueva.
Cuando el peregrino que la precedía
se retiró, uno de los sirvientes fue a tomarla por el brazo para
ayudarla a recorrer los pocos metros que la separaban del santo.
Tras lo cual ella se sentó. Pero,
al hacerlo, perdió el dominio de su cuerpo y se tiró un pedo. Un
pedo muy sonoro.
Terriblemente confusa, se encontraba
frente al ermitaño sin saber qué decir ni qué hacer, pensando en
levantarse y huir. Pero el ermitaño se inclinó hacia ella y le
preguntó, con la mano colocada como una concha marina alrededor de
su oreja:
-¿Qué dices?
La anciana levantó la mirada y lo
miró. Se encontró con los ojos inocentes y afables del ermitaño,
que seguía inclinado hacia ella. Y el ermitaño le volvió a decir:
-He perdido mucho el oído. Habla
un poco más alto, te lo ruego. ¿Qué me has dicho?
La felicidad invadió a la mujer en
cuerpo y alma como el agua cálida y perfumada. Sonrió y le dijo al
ermitaño lo que había ido a decirle. El ermitaño, con la mano
todavía colocada alrededor de su oreja, la escuchó muy atentamente,
asintiendo con la cabeza para demostrarle que la comprendía, que
hablaba lo suficientemente alto. Luego contestó con calma e
inteligencia, y fue la vieja quien tuvo que escuchar asintiendo con
la cabeza. Después besó el suelo a los pies del santo y se retiró
muy feliz.
Cuando el siguiente visitante se
presentó ante el ermitaño, éste mantuvo la mano alrededor de la
oreja. Quería que todo el mundo lo tomase por sordo, para que nadie
pudiese informar a la anciana del subterfugio.
Hizo otro tanto con los restantes
visitantes, pidiéndoles que hablasen más alto cuando se dirigían a
él. Todos le obedecieron.
Se comportó así durante meses,
durante años, con los peregrinos, con sus sirvientes. Sólo
escuchaba acercándose la mano a una de sus orejas. Y todo el mundo
decía de él que era sordo.
Un día, diecisiete años más
tarde, supo de la muerte de la anciana. Entonces bajó la mano,
sonrió, llamó a cuantos lo rodeaban y anunció que el Señor,
mediante un inexplicable milagro, acababa de devolverle el oído.
Sin título Rachid Koraïchi (argelino, n. en 1947) |