domingo, 16 de junio de 2013

EL SANTO DE REPENTE SORDO

El ambiente del relato.

El desierto significa una inmensa extensión superficial, estéril, que oculta la realidad. Por eso, en la tradición, hay muchas personas que se van a vivir allí para buscar lo más esencial de la vida. Esto puede suceder con un hombre religioso que se recluye en un monasterio, pero también se da en un científico que en un laboratorio investiga sobre cuestiones desconocidas, como también en un empleado con un trabajo rutinario durante muchos años.

Transmutación III
Basil Alkazzi (Kwaiti, n. en 1938)
Para algunos el desierto representa al ser superficial que recorre la vida a ciegas, sin percibir su profundidad. Puede ser alguien al que sólo le preocupa la opinión de los demás, que está pendiente de cuestiones externas y se desvive por aparentar, como por ejemplo aquellos que se preocupan por la edad, negando el paso de los años. También es superficial aquel que se aferra a lo literal, a los mandatos sociales, convirtiéndose en alguien rígido y estéril.

Para otros representantes de la tradición el desierto, al ser un lugar despojado de todo, es el espacio donde se puede encontrar con el único importante. Allí se hace visible el Ser o la fuerza que sostiene la realidad, el principio de todo lo que existe. Recordemos, en este sentido, que los relatos evangélicos sitúan a Jesús en el desierto cuando tiene que tomar decisiones importantes. Así sucede antes de salir a predicar o antes de elegir a sus discípulos.

El desierto puede ser un espacio estéril, superficial; o ser el ámbito del encuentro con Dios o con lo más esencial de la vida. En el segundo caso, el desierto se vuelve fecundo, por la presencia de Dios o a la fuerza de la vida.

En el caso del cuento de hoy, la anciana va al desierto a buscar sabiduría. Nos parecemos a ella cuando, en las acciones de nuestra propia vida, en el entorno que nos haya tocado, buscamos consejo para nuestras decisiones o para entender el sentido de lo que nos toca atravesar.


El ermitaño del desierto.

El símbolo del ermitaño está en todas las culturas, sea como un sabio que se ha alejado del mundo, o como un brujo que vive apartado de la tribu. Es el que se va al desierto por decisión propia, para llegar de ese modo a lo más hondo de la realidad y desde allí estar al servicio de los otros. Por eso, si bien está alejado del espacio de la comunidad, no se desvincula, sino que con su ejemplo, palabras y actitud colabora con sus semejantes para superar lo superficial de la vida. Así, está físicamente lejos, pero de corazón en el centro de
la realidad.
Derviche
Miniatura Persa, 1615

El ermitaño ayuda a quienes se han perdido. Se sumerge en la sabiduría, y también es signo de prudencia y cautela. Estas son las virtudes de la vida en el desierto, que irá transmitiendo a los que se acerquen a él.

Encontramos un cierto aislamiento en el ermitaño. Sabemos que los que buscan la verdad suelen sentir que su tarea tiene como destino esa soledad. Así sucede con muchos investigadores y estudiosos. También se da en el hombre de campo, aún en nuestro tiempo, cuando sentado en el más moderno de los tractores recorre su terreno en soledad arando la tierra.

En nuestro tiempo es un símbolo muy popular. Especialmente los adolescentes y jóvenes respetan la figura del ermitaño, no para imitarlo, sino para tenerlo como protector y consejero. Películas como “El Señor de los Anillos” o “La guerra de las galaxias” apelan a esta imagen, atribuyéndole el consejo y la sabiduría.

En otros contextos, el ermitaño significa la paciencia, el tiempo que todo lo cura, el espíritu de sacrificio que lo resuelve todo, además de la lentitud en el estudio, del recogimiento, de la oración. Indica que hay que caminar despacio por la vida, mirando bien dónde se ponen los pies, sea en el plano de los negocios o de los asuntos personales. Invita a relajar los nervios, calmar las tensiones y dominar las inquietudes por medio del auto control y del relajamiento.

Para el cuento que ahora presentamos, tengamos en cuenta el doble movimiento que se produce en él. Son los movimientos de la anciana hacia el ermitaño, indicando el amor a la sabiduría, y el del ermitaño hacia la anciana, mostrando la sabiduría del amor, es decir, la santidad. Esta doble acción es posible en cada uno de nuestros corazones.


El santo de repente sordo.

El comportamiento de los verdaderos maestros puede parecer a veces sorprendente, incluso increíble, como en esta historia árabe.

Anciana
Suad al-Attar
(iraquí, n. en 1942)
Una anciana caminaba desde hacía años para encontrarse cara a cara, pero sólo durante unos instantes, con un santo ermitaño de prodigiosa reputación que vivía en un desierto. Dicho desierto estaba atestado de peregrinos que acudían de todos los lugares del mundo para recbir sus admirables palabras, tocar la tierra que se encontraba ante él, enfrentarse a su mirada (la gente decía que aquella mirada había visto a Dios) y luego partir.

Esos peregrinos vivían en tiendas o dormían al raso. Hábiles comerciantes vendían en el desierto todo lo necesario para vivir e incluso baratijas. Hombres y mujeres esperaban, formando una larga fila que serpenteaba por entre las rocas y avanzaba muy lentamente hacia la entrada de la cueva donde estaba el ermitaño, acompañado por dos sirvientes.

La anciana que había consagrado todas las fuerzas que le quedaban para hacer ese viaje, esperó como el resto. Aquella espera duró varias semanas. La anciana avanzaba al lento ritmo de la fila, gastando sus últimas monedas en comprarles un poco de comida a los vendedores ambulantes, que no dejaban de pasear por allí anunciando a grito pelado sus productos.

Cuando vio que su turno de ver al santo se acercaba, su corazón se aceleró. Se sentía presa de la emoción. No podía creer que un encuentro tan largo tiempo deseado fuera a producirse aquel mismo día. No se atrevía ni a levantar la mirada hacia el rostro del ermitaño, que estaba sentado a la entrada de su cueva.

Cuando el peregrino que la precedía se retiró, uno de los sirvientes fue a tomarla por el brazo para ayudarla a recorrer los pocos metros que la separaban del santo.

Tras lo cual ella se sentó. Pero, al hacerlo, perdió el dominio de su cuerpo y se tiró un pedo. Un pedo muy sonoro.

Terriblemente confusa, se encontraba frente al ermitaño sin saber qué decir ni qué hacer, pensando en levantarse y huir. Pero el ermitaño se inclinó hacia ella y le preguntó, con la mano colocada como una concha marina alrededor de su oreja:
-¿Qué dices?

La anciana levantó la mirada y lo miró. Se encontró con los ojos inocentes y afables del ermitaño, que seguía inclinado hacia ella. Y el ermitaño le volvió a decir:
-He perdido mucho el oído. Habla un poco más alto, te lo ruego. ¿Qué me has dicho?

La felicidad invadió a la mujer en cuerpo y alma como el agua cálida y perfumada. Sonrió y le dijo al ermitaño lo que había ido a decirle. El ermitaño, con la mano todavía colocada alrededor de su oreja, la escuchó muy atentamente, asintiendo con la cabeza para demostrarle que la comprendía, que hablaba lo suficientemente alto. Luego contestó con calma e inteligencia, y fue la vieja quien tuvo que escuchar asintiendo con la cabeza. Después besó el suelo a los pies del santo y se retiró muy feliz.

Cuando el siguiente visitante se presentó ante el ermitaño, éste mantuvo la mano alrededor de la oreja. Quería que todo el mundo lo tomase por sordo, para que nadie pudiese informar a la anciana del subterfugio.

Hizo otro tanto con los restantes visitantes, pidiéndoles que hablasen más alto cuando se dirigían a él. Todos le obedecieron.

Se comportó así durante meses, durante años, con los peregrinos, con sus sirvientes. Sólo escuchaba acercándose la mano a una de sus orejas. Y todo el mundo decía de él que era sordo.


Un día, diecisiete años más tarde, supo de la muerte de la anciana. Entonces bajó la mano, sonrió, llamó a cuantos lo rodeaban y anunció que el Señor, mediante un inexplicable milagro, acababa de devolverle el oído.


Sin título
Rachid Koraïchi
(argelino, n. en 1947)