El sembrador
Eileen Agar
(británica, 1899-1991)
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Una
noche un campesino de África vio que la discordia plantaba semillas en su
campo. Se abstuvo de intervenir y la observó. Cuando ella terminó y se fue, él
se pasó toda la noche recogiendo, con la ayuda de una linterna, las peligrosas
semillas. Se las llevó a su casa sin decir una sola palabra a su familia.
Al
día siguiente, para deshacerse de las semillas, les dio un puñado a las
gallinas. Pero apenas las picotearon se pusieron a pelear furiosamente, a
muerte, entre ellas. Terminó con sus manos y brazos cubiertos de crueles
picotazos. Buscando otra forma, tiró un puñado al río. Pero los peces, anguilas
e incluso los hipopótamos empezaron a desplazarse, mientras olas enormes
recorrían ese río habitualmente calmo, tan enormes que una parte de la llanura
quedó inundada.
Otro
día tuvo la idea de triturar una parte y, sin decirle de qué se trataba,
pedirle a su mujer que le preparara una torta. Se puso a comer aquella torta.
Pero apenas tragó el primer bocado, la encontró mal cocida, demasiado salada y
empezó a reprochárselo a su mujer. Ella, que también acababa de terminar su
primer bocado, replicó gritando que si su marido la encontraba mal preparada
simplemente significaba que él era un imbécil, cosa que ella siempre había sospechado.
Se desató tal ira entre ellos que fue necesaria la intervención de vecinos para
separarlos.
Pasaron
unas semanas. Poco a poco recobraron la calma, pero el campesino, que había
perdido el sueño y la sonrisa, sólo pensaba en las semillas que le quedaban.
Pensó en hacer un viaje a algún país lejano. Sin embargo, como era un buen
hombre, se decía que los países lejanos estaban sembrados de suficientes
semillas de la discordia. Incluso pensó dirigirse hasta el mar para tirar su
saco de semillas, pero temió crear una tempestad sin igual. Las buenas razones
le hicieron renunciar a aquella idea.
División
M.C. Escher
(neerlandés, 1898-1972)
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Cuando
aparecieron los primeros brotes, vio con alegría que tendría una cosecha
excepcional. En los campos vecinos se apresuraban a arrancar las malas hierbas.
Él no tenía nada que hacer. La cosecha crecía espléndida y sana. Todas las
mañanas veía crecer su prosperidad. Se dejó ganar por la ociosidad. Incluso
aprovechó para visitar a unos primos que vivían a tres días de camino. A su
regreso, las lamentaciones de su mujer y sus hijos le dieron las bienvenidas.
En pocas horas una bandada de aves había devastado su campo. No quedaba ni un
solo brote.
Los
sabios del pueblo encontraron la razón de aquella desgracia. En los otros
campos (que no habían sido devastados), dijeron, siempre había habido un hombre
trabajando moviéndose, haciendo ruido con sus herramientas. Por eso los pájaros
se habían dirigido al único campo en el que no había nadie. Un campo magnifico,
por otra parte.
El
campesino esperó la llegada de la noche, se levantó sin hacer ruido y sacó del
escondite el saco con las últimas semillas. Fue hasta su campo y allí echó las
semillas, una a una.
Al
volver al pueblo, vio a lo lejos que la discordia plantaba semillas en un
pequeño bosque que pertenecía a uno de sus amigos. Un amigo al que quería
mucho, y al que se guardó mucho de avisar.
El
trono de la realidad
El
relato, al mencionar las semillas de la discordia, nos sitúa rápidamente en el
símbolo. Habla de un campo o, al final,
de un bosque, pero lo que quiere mencionar es el corazón del ser humano. Es allí donde puede fructificar la discordia,
en contraste con la concordia, que tiene el mismo origen. El campo simboliza al
corazón.
La rueda de
la vida
Stanley
Pinker
(namibio,
1924-2012)
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Para
los antiguos, el corazón no era la sede del sentimiento sino el asentamiento
físico de la mente. Ocupa un lugar
central en la vida espiritual: piensa, decide, esboza proyectos, afirma sus
responsabilidades. Quitar el corazón a
alguien es hacerle perder el control de sí, como dice el Cantar de los Cantares
(cap. 4, versículo 9):
¡Me has robado el corazón
hermana mía, novia mía!
¡Me has robado el corazón
con una sola de tus miradas,
con una sola vuelta de tus
collares!
En la mente del hombre está toda la
realidad. Allí el campesino africano
encuentra sus gallinas, sus ríos, poblados de peces e hipopótamos. En el corazón del hombre encontramos la
familia, los sabios y a los amigos.
También, como dicen los místicos, es el Trono de Dios y su templo en el
hombre, por eso es el lugar de la contemplación y la vida espiritual. En el corazón del hombre está el universo
entero.
El relato también nos enseña que en el
corazón del hombre hay una dualidad de base, como doble es su movimiento de
diástole y sístole. Está el bien y el
mal, está la concordia y la discordia, y muchos dualismos evidentes. Sus términos son relativos el uno al otro,
existen en la presencia del otro. En
forma permanente están los aspectos que forman pares en nuestro interior. La enseñanza del texto es estar atentos, no
arrancarlos, sino superarlos con dedicación y entrega. El campesino se evade y los pájaros, que
representan las distracciones, lo privan de los frutos mejores de su tierra, de
su corazón.
Geografía mental
O. Louis Guglielmi
(egipcio, 1906-1956) |
El idioma tiene también un aporte
interesante. La palabra “corazón” en
nuestra lengua tiene origen en el latín “cor,
cordis”, que a su vez proviene de una antigua raíz indoeuropea, que se
transcribe como “kerd”. De esta misma raíz, se deriva el griego “kardía”.
Así, de raíz latina, tenemos palabras como: corazón, recordar, acordar,
concordato , coraje. De la raíz griega,
vienen las palabras del castellano: cardíaco, cardiología, carditis,
dextrocardia, electrocardiograma.
Pero la raíz “kerd” también ha generado, unida a la raíz, también indoeuropea, “dh”, el verbo en latín “credere” y el verbo castellano
“creer”. En la raíz significa “poner el
corazón”. Por lo tanto, entendemos
“creer” como poner el ánimo o la confianza en algo, y el creer o la creencia no hacen
referencia necesariamente a verdades, o a hechos demostrables del raciocinio,
sino a aquellos pensamientos, ideas o sentimientos en los que uno pone el
afecto, el ánimo o la fe, o en los que uno confía.
El cuento nos enseña a aceptar que todo
el universo cabe en nuestro corazón, y en él está el sentido de nuestra vida, ahora
y para siempre.
El final del
comienzo
Alexander
Boghossian
(etíope,
1937-2003)
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