Danza de la luna llena de otoño
Artista desconocido
(Rajastán, India. Ca. 1900)
Una
historia de origen árabe nos presenta a una encantadora bailarina que sabía
bailar la más voluptuosa de las danzas, la de los cuatro encantos, a la que
ningún hombre se resiste. La cabeza hacia atrás, la boca entreabierta, los
brazos extendidos, el cuerpo sabiamente desnudo, había sentido, ante la mirada
de príncipes, todos los escalofríos del amor. Al final de la danza, empapada en
sudor y respirando de forma entrecortada, se fue de la sala y se desplomó en el
jardín, cerca de un estanque donde flotaban rosas, y apoyó su frente caliente
contra el mármol.
Un
joven que la había seguido, poseído por el deseo de su cuerpo, se acercó a ella
en medio de la noche, le hizo un comentario acerca de su perfecta danza y le
preguntó en voz baja si le gustaba la voluptuosidad.
—No
sé —le contestó ella— lo que significa esta palabra.
El
motivo de la danza
Bailando la danza del águila
Stephen Mopope
(norteamericano kiowa, 1900-1974)
En
las culturas y en las civilizaciones, cuando están en su apogeo, todos sus
integrantes bailan. En esas épocas brillantes no hay espectadores, gente
sentada en lugares supuestamente privilegiados para observar a otros ejecutar
una danza. Por eso, podemos situar el cuento en la etapa de decadencia de una
cultura. Esta es la razón por la cual la bailarina no entiende la pregunta. La
voluptuosidad la puede pensar el que observa, no la que baila. El motivo de la
danza es otro.
La
danza no es un discurso. No enseña, no discute, sólo da pasos y, con estos
pasos, saca a la luz lo que está en lo más profundo de todas las cosas. El
baile no es voluntad ni poder, no es miedo ni preocupación, ni nada de todo
aquello que se pretende imputar a la existencia, a la vida, sino que tiene que
ver con lo divino, es lo hermoso. La danza es la verdad de lo viviente.
Soñando en Mina Mina
Judy Watson Napagandi
(australiana,1925-2016)
La
bailarina, al danzar, expresa su solidaridad con un cosmos habitado por el
ritmo, el orden geométrico y el movimiento duradero. Pensemos en el sol
moviéndose en la galaxia, en los planetas y en la tierra girando alrededor del astro
rey, y en la fiel luna girando permanentemente alrededor de la Tierra sin
interrumpir los movimientos de su planeta referente. También podemos pensar en
lo más pequeño, en el movimiento de los electrones alrededor del núcleo de su
átomo. Todo en realidad está en movimiento y es una danza sincrónica y
maravillosamente ordenada. Los bailarines se hacen participes de la ceremonia
de la vida y sus leyes. Danzar significa vaciarse, entregarse a este
movimiento, lo que implica morir a sí mismo.
Toda la realidad danza al son de
una misteriosa melodía, interpretada en la distancia por un ejecutante
invisible, dice Rumi (persa, 1207-1273). Nada escapa a este
movimiento, aunque algunos quieran ignorarlo. Por esta razón es que en el
apogeo de las civilizaciones todos bailan. Cuando algunos se sientan a
contemplar el espectáculo comienza la decadencia, que será irreversible.
La bailarina, a diferencia
del espectador, no habla el dialecto de la culpa. Para ella danzar es unión: unión
del hombre consigo mismo, con el resto de seres humanos, con el cosmos y, al final,
con el misterio de lo divino.