sábado, 21 de mayo de 2011

INTERIORIDAD

“Amarás a tu prójimo como a ti mismo”
Enseñanza de Jesús, en el Evangelio según San Mateo
Capítulo 22, versículo 39.

La interioridad no es un lugar cerrado, como un espacio cualquiera.  Es cierto que se usa la imagen espacial para poder expresarlo. Se dice que es una habitáculo, un jardín encerrado, una habitación oculta.  Se nos invita a entrar en nuestro interior, a cerrar nuestros ojos para que nada quede abierto al exterior.  Del mismo modo, se nos alerta de no distraernos con ningún sonido, dado que nuestros oídos no cuentan con ningún mecanismo físico para quedar aislados. 

Poco a poco, la imagen espacial nos va invadiendo y nos va encerrando en una gran dificultad.  Nos sentimos principiantes torpes en un campo en donde otros se muestran con una gran experiencia.  Nos damos cuenta de que no pertenecemos al grupo de los espirituales, de que nuestro destino no es nada más que el de una vida común. 

Si se nos vienen momentos duros en la vida, siempre hay alguna oración que aprendimos en la niñez.  O podemos entrar en una iglesia un rato, nos calmamos, y listo.  También hay otras cosas accesibles que nos permiten pasar los malos tragos sin tener que recurrir a la interioridad, hecha para expertos y gente importante.  Ya bastantes preocupaciones hay en la vida para meterse en ese mundo oculto.  Hasta suena a veces como algo de gente alterada, neurótica.  Tanto silencio, tanta interioridad, pueden volver loco.

Es cierto que a veces podemos sentir un poco de melancolía y suspiramos por una vida más religiosa, que nos tranquilice ante tanto misterio de la vida.  Envidiamos un poco a aquellos que fueron formados en una fe y que suelen tener respuestas ante las dificultades. Pensamos que deben tener una vida más fácil.  Lo que nos consuela algo es que también esa actitud espiritual a veces nos parece bastante aburrida y poco placentera.

Esta es una mínima expresión de lo que sentimos en nuestro tiempo desde una imagen meramente espacial de la interioridad. Estamos excluidos de la espiritualidad y no tenemos fuerzas, ganas, tiempo o posibilidades de cambiar.

Si nos fijamos en la tradición de la humanidad, esa herencia de la que podemos hacer uso cuándo queramos y cuántas veces tengamos ganas, encontraremos que la interioridad es accesible a todos, la tenemos al alcance de la mano, y vivimos sumergidos en la misma.  No es una cuestión de espirituales, ni de expertos.  Tampoco pertenece exclusivamente al ámbito de los creyentes. Los que no creen en nada, también los agnósticos, incluso los que mezclan todo, los que no se han decidido, los que obran por simple influencia del ambiente, los audaces como los timoratos, todos tienen vida interior.  Es constitutivo del ser humano, como tener cabeza.  Es tan natural en nosotros como comer o pensar. 

A propósito comparo la interioridad con el pensar.  Nos cuesta aceptar el valor del pensamiento propio y el ajeno, sobre todo si son personas de vida común.  Para esto, un simple ejercicio.  Tomemos alguno de los encuentros que tenemos en la vida cotidiana, con familiares o amigos, y hagámonos el propósito de escuchar.  Sí, algo tan sencillo como prestar atención a lo que el otro nos diga, tratando de entender lo que nos cuenta, sin interferir con referencias a las cosas propias.  Prestarle atención de tal manera que nos quede la convicción de que realmente entendimos lo que el otro dice.

En realidad, la interioridad es el ámbito propio de la vida plena, de aquello que buscamos con intensidad.  Las tradiciones prometen, para esa realidad, la paz y la alegría.

Más valiosa que la imagen espacial es pensar la interioridad como la intimidad.  Lo que está más cerca del centro del propio ser.  Si vemos el símbolo del círculo, la interioridad es la referencia de todos los puntos de la circunferencia, generados por un centro potente e inmóvil, con el cual están siempre relacionados.

Vista así, entrar en la interioridad es entrar en un universo.  En ese universo está lo que sé y lo que siento, un mundo de conocimientos, intuiciones, de noticias.  También están los afectos, los que hemos decidido y los que se nos han manifestado.  Siguiendo, nos encontraremos con las sensaciones captadas por los cinco sentidos corporales: las imágenes, figuras y formas que “entran” por nuestros ojos;  los sonidos que “entran” por nuestros oídos;  los sabores a los que se accede con el gusto;  los olores que captamos con nuestro olfato;  finalmente, la orientación del tacto, capaz de despertar inmensos placeres o inesperados horrores.  Es notable cómo la metáfora del “entrar” se mantiene, pensando en la interioridad como lugar.

Continuando el recorrido de nuestra intimidad nos encontramos con la imaginación, rudimentaria o alucinante, que nos acerca al inmenso mundo de los sueños, llenos de significados y realidad para los que atienden, pero influyentes en todas las personas sin excepción.

Hay otros elementos en nuestra interioridad que son menos atendidos pero que están plenamente en nosotros.  Por ejemplo, los numerosos procesos químicos, físicos, orgánicos, que se dan constantemente.  ¿Quién decidió los latidos del propio corazón? ¿Quién decide sobre cada poro de su piel en el constante intercambio que hay con el medio ambiente?

Sabemos, por geometría, que la circunferencia está formada por infinitos puntos.  Así es nuestra interioridad.  Pensemos en todo lo que no conocemos de nosotros mismos, de todo lo que nos vamos dando cuenta y de lo que nunca conoceremos.  Sabemos cómo influye la luna en las mareas, ¿no influirá también en nosotros?  Muchas veces no prestamos atención a procesos tan obvios como el día y la noche, ¿cómo vamos a saber de otros más sutiles?

La interioridad, según el símbolo mencionado, nos lleva a un centro.  ¿Cuál es el centro inmóvil? ¿Cómo lo llamaremos, simplemente YO? ¿No nos da la impresión de que es insuficiente para mostrar lo que somos?

Por ahora nos alcanza saber de la inmensidad de nuestro interior y que además hay un centro, inmóvil y potente, que da sentido al nudo de relaciones que observamos en nosotros mismos.

Es tan grande lo que somos que, al sumergirnos, necesitamos del silencio para vislumbrarlo.  Y si es así lo que asoma, un mundo nada aburrido, de gozo y de placer, está al alcance de la mano.