martes, 20 de diciembre de 2011

¡Que la inocencia te valga!

¿Qué te pasó, Adán?

Cuando pensamos en la inocencia perdida, nos acordamos de Adán, de su extravío y de su responsabilidad ante toda la humanidad. Después de aquella situación, nuestra vida parece instalada en la desconfianza y sin rumbo.

Es cierto que todavía reconocemos algo de esa inocencia en los niños, pero de una manera velada y transitoria.  Esto nos alivia, porque la inocencia es peligrosa, nos vuelve vulnerables, y esta condición hace que los niños queden expuestos a ser víctimas de cualquiera.  A pesar de todo, extrañamos la inocencia.

Dicen que Adán estaba muy bien el paraíso.  Se encontraba con Dios cuando quería, como amigos en el jardín. Vivía en paz con su mujer, admiraba la naturaleza y los días transcurrían tranquilos. 
El jardín de las delicias (detalle)
Jerónimo Bosch
(holandés, 1450-1516)

Un día se dio cuenta de algo que cambió su vida para siempre.  Hasta ese día, Adán conocía las cosas, las admiraba y les ponía nombre.  Si le faltaba algo, preguntaba y en seguida lo atendían.  Nadie le ocultaba nada.  En el paraíso había cosas sencillas y otras inmensas.  Adán no tenía miedo a nada, aunque siempre obraba con prudencia.  Entonces, ¿qué pasó?

Los textos sagrados cuentan los acontecimientos que ya hemos oído muchas veces.  El resultado de los mismos fue que Adán se dio cuenta de que era conocedor.  No solamente conocía las cosas, sino que tuvo conciencia que él era el que conocía a las cosas.  Sabía mucho, y al verse tan conocedor, se creyó importante. 

“Conocer que él era conocedor” lo hizo especial, distinto del resto de los seres.  Y esta conciencia de su conocimiento provocó que empezara a determinar “la verdad”, el “debería ser”, lo “mejor o peor”, lo “permitido o prohibido”.  Empezó a juzgar la realidad, a volverse un hombre de juicio.  Y sabemos, por propia experiencia, que un hombre demasiado juicioso, serio, ha perdido la alegría de la libertad.

La pérdida de la inocencia no está en saber, en conocer.  Tampoco está en saber mucho ni en aprender.  El drama está cuando creemos que nuestro saber es absoluto, que sabemos todo.  Y también el problema es grave cuando juzgamos absolutamente la realidad, decimos qué es lo bueno y qué es lo malo, y que estamos del lado de los buenos.


No se puede volver.

Ya no hay manera de recuperar la inocencia perdida.  Estamos sumergidos en el mundo de los conocedores.  Muchas veces nos pasa que entramos en discusiones sobre “quién tiene razón”.  Andamos buscando, días enteros, que es lo mejor o lo peor para nuestra vida, y para la de los demás.  Una parte de nuestra agenda diaria se determina a través de lo que está “permitido o prohibido”, sea en la vida cotidiana y más aún en la vida en sociedad.
La creación y la expulsion del Paraíso
Giovanni di Paolo
(Italiano, 1403-1482)

Si la vida humana fuese nada más que conocer y juzgar no estaría tan mal.  La dificultad está en que ese conocimiento y juicio nos lleva a hacer daño.  La violencia está arraigada en ese “saber que sé”, en ese ponerme en el centro de la escena.  La palabra “inocente” significa “el que no hace daño”.

Cuando se define una verdad de forma absoluta, cuando se divide a los seres humanos entre buenos y malos, cuando el único criterio de la acción es lo permitido o lo prohibido, entonces se instala la violencia, tanto física como psicológica.

Acá es cuando queremos volver al paraíso, pero no se puede.  Nos enojamos con Adán, pero él es solamente el hombre primordial, el hombre totalmente hombre, lo que significa que él es el símbolo de todos. No es que Adán hizo algo y luego todos los hombres pagan los platos rotos, sino que él hizo lo que nosotros hacemos.  Como un espejo, refleja lo que hacemos.

No se puede recuperar la inocencia perdida. Pero, ¿no habrá otra?


Esperanza de lo invisible.

Hay algunos que nos dicen que si obramos de tal o cual manera vamos a llegar a un nuevo paraíso.  No nos alcanza.  Esperar tiempo significa que muchos de los que hoy están vivos no lo van a experimentar.  Patear las cosas al futuro, pensando que todo va a ser cada vez mejor, es un pensamiento muy piadoso y consolador, pero no convence a nadie.

Busquemos hoy en lo invisible.  Nuestra realidad tiene siempre dos caras, lo que vemos y lo que no vemos.  Y en aquello que no vemos, hoy mismo, está ese lugar de la otra inocencia.

A lo invisible se lo reconoce con la aceptación de la condición humana como es ahora.  No se puede volver al paraíso a buscar la primera inocencia, ya está perdida.  Además, gracias a Dios, hay dos ángeles en la puerta que no nos van a dejar a entrar.
Adán
Hans Baldung Grien
(Alemán, 1484-1545)

Aceptar la condición humana como es ahora, es asombrarse.  Es mirar al sol como si fuese la primera vez, al amigo como la primera vez, es mirar las cosas de otra manera.  Es conocer espontáneamente, pero no juzgar ni calificar.

Si tenemos que juzgar, es intentar ser justo en el juicio, sabiendo que nuestra sentencia es precaria y provisoria.  Es aceptar que nuestras creencias y nuestras ideas no son definitivas ni absolutas, que siempre hay mucho más.  Tener fe es confiar que lo que nos mueve a hacer nuestras cosas es la felicidad.

La nueva inocencia está ya disponible.  No es fácil, pero ahí está, al alcance de la mano. 
Viene de lo invisible.  No hay que hacer nada.  Nace en nosotros desde un lugar invisible.  Tenemos que cuidarla en nuestro interior.  Este cuidado es la “no violencia”, una actividad inmensa.


El ejemplo del cantor.

Es una narración tomada del Matnawi, un libro con las enseñanzas de Yalal ad-Din Muhammad Rumi (persa, 1207-1273).  Nos acerca a la realidad invisible del presente.  Como muchos cuentos, la enseñanza está en las últimas palabras.  En el texto, las actitudes del protagonista tal vez se parezcan a las nuestras.

EL VIEJO MUSICO

En tiempos del califa Omar, había un viejo músico que amenizaba las reuniones de hombres de buen gusto. Con su hermosa voz, incluso al ruiseñor embriagaba. 

Pero pasaba el tiempo y el halcón de su alma se transformaba en mosquito. Su espalda se curvaba como la pared de una cántara. Su voz, que en otros tiempos acariciaba las almas, empezaba a arañarlas y a aburrir a todo el mundo. ¿Hay en esta tierra alguna mujer hermosa que no haya sufrido al deteriorarse su belleza?¿Hay algún techo que no haya terminado por venirse abajo?

Así cayó nuestro hombre en la penuria y hasta el pan llegó a faltarle. Un día, dijo:

"¡Oh, Señor! Me has concedido una larga vida y me has colmado de tus favores. Durante setenta años, no he dejado de rebelarme contra ti, pero tú siempre me has ofrecido con qué subsistir. Hoy, ya no gano nada y soy huésped tuyo. Por tanto, cantaré y lloraré por ti."

Tomó el camino del cementerio. Allí tocó el laúd y cantó, vertiendo amargas lágrimas. Luego, el sueño se apoderó de él y, tomando su instrumento como almohada, se durmió. Su cuerpo quedó liberado de las vicisitudes de este mundo. Era tan feliz en su sueño que se decía:

"¡Ah! ¡Si pudiera quedarme aquí eternamente!"

Pues bien, en aquel mismo instante, el sueño se apoderó también de Omar, el califa del Islam, que se dijo:

"No es desde luego hora de dormir, pero acaso haya una razón para esto."

Entonces, una voz de lo Desconocido se dirigió a él y le dijo:

"¡Oh, Omar! ¡Ve a socorrer a uno de mis servidores! Ese pobre está en este momento en el cementerio. Ve a darle setecientos dinares. Y dile que recobre el reposo del corazón. Ruégale que acepte esta suma y que vuelva a verte cuando se haya agotado."

Al despertar, Omar puso la suma indicada en una bolsa y se trasladó al cementerio. Al no encontrar allí sino a un anciano dormido, se dijo:

"Dios me ha hablado de un hombre puro, de un elegido. No puede ser este viejo músico."

Y, como un león cazando, dio varias veces la vuelta al cementerio. Viendo que no había nadie, aparte el anciano, se dijo:

"Hay corazones iluminados en los más olvidados rincones."

Se acercó al músico y tosió para despertarlo.

El músico, al ver ante él al califa del Islam, quedó atemorizado y se puso a temblar pero Omar le dijo:

"¡Oh, anciano! No tengas miedo. Te traigo una buena noticia de parte de Dios. Él te ha considerado digno de sus favores. Aquí hay algún dinero. Gástalo y vuelve a verme."

A estas palabras, el anciano se puso a llorar y, tirando su instrumento al suelo, lo rompió diciendo:

"¡Tú eras el velo entre Dios y yo!"

Omar le dijo:

"Son tus lágrimas las que te han despertado. Es bueno recordar el pasado. Pero para ti, en adelante, el pasado y el futuro son velos. Tú te has arrepentido de tu pasado y debes ahora arrepentirte de tu arrepentimiento."

El viejo jardinero
Paul Cézanne (francés, 1839-1906)