La mirada ingenua
En
algún momento reciente de la historia la palabra “ingenuo” pasó
a designar a alguien fácil de engañar, cándido. Pero en sí misma
significa “de buen linaje”, “puro”. En la Roma antigua se
aplicaba a los ciudadanos plenos, a los que nacen libres.
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Sin título Carlos del Toro Orihuela (Cubano, nacido en 1954) |
En este sentido,
los cuentos populares tienen una mirada ingenua sobre toda la
realidad, lo que les permite asumir aspectos que se suelen esquivar
por ser atemorizantes o porque desbordan la capacidad de
entendimiento. Uno de estos temas difíciles es la muerte, una de
las protagonistas del cuento que presentamos en esta ocasión.
Los seres humanos
intentamos comprender la realidad a través de símbolos, que son los
elementos que usan los cuentos. La Muerte es un aspecto de la
realidad, y como símbolo contiene varios significados. En primer
lugar, representa el aspecto perecedero y destructor de la
existencia. Es el final sin retorno de personas y cosas positivas y
vivas, lo cual nos produce temor.
A la vez, este
símbolo nos introduce a infiernos y paraísos, nos conduce a
condiciones hasta ese momento desconocidas. En este sentido, el
temor que sentimos en la humanidad ante la muerte es ante el cambio,
es la resistencia a una forma de existencia desconocida. Lejos de
una reabsorción en la nada, es el miedo a lo nuevo, a una situación
libre de fuerzas negativas y regresivas.
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Sin título Antonio Vidal Fernández (Cubano, nacido en 1928) |
La Muerte es un
paso muy inquietante para cualquier persona sin distinción. Para
eso la humanidad ha ido descubriendo caminos de preparación para
este tránsito. Las tradiciones se han dado cuenta de que muchos
procesos de la vida son verdaderos pasajes en los que se produce “una
muerte” a una condición para entrar en otra totalmente nueva. El
paso de la niñez a la vida adulta es el caso humano más típico,
para lo que se han elaborado muchos ritos de iniciación.
Tesoros del pueblo.
En una mitología
antigua, se dice que la Muerte es hija de la Noche y tiene como
hermano al Sueño. Así se rescata el valor regenerativo de la
Muerte, como el de su madre y su hermano. Porque la humanidad sabe
lo valioso de un buen sueño reparador y el descanso que significa la
noche en un refugio cálido para el hombre. Son los grupos humanos
los que van dando nombre a las distintas experiencias de la vida y a
la vez descubren intuitivamente las relaciones simbólicas de esas
experiencias.
El siguiente
relato fue atesorado por el pueblo cubano. Como es una tradición
oral, se hace muy difícil saber acerca de su origen, pero su
permanencia es debida a que tiene fuerte resonancia en el corazón de
los cubanos. Con serenidad se ha ido pasando de boca en boca, de
generación en generación.
La versión del
cuento anónimo es de Onelio Jorge Cardoso (cubano, 1914-1986). Fue
un importante narrador, conocido en su tierra como el “Cuentero
mayor”. Decía: “Al hombre no le basta con el pan sino que
también necesita soñar”.
Francisca y La Muerte.
-Santos y buenos días -dijo la
muerte, y ninguno de los presentes la pudo reconocer. ¡Claro!, venía
la parca con su trenza retorcida bajo el sombrero y su mano amarilla
al bolsillo.
-Si no molesto -dijo-, quisiera
saber dónde vive la señora Francisca.
-Pues mire -le respondieron, y
asomándose a la puerta, señaló un hombre con su dedo rudo de
labrador:
-Allá por las cañas bravas que
bate el viento, ¿ve? Hay un camino que sube la colina. Arriba
hallará la casa.
«Cumplida está», pensó la muerte
y dando las gracias echó a andar por el camino aquella mañana que,
precisamente, había pocas nubes en el cielo y todo el azul
resplandecía de luz.
Andando pues, miró la muerte la
hora y vio que eran las siete de la mañana. Para la una y cuarto,
pasado el meridiano, estaba en su lista cumplida ya la señora
Francisca.
«Menos mal, poco trabajo; un solo
caso», se dijo satisfecha de no fatigarse la muerte y siguió su
paso, metiéndose ahora por el camino apretado de romerillo y rocío.
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Mujer Fidelio Ponce de León (Cubano, 1845-1949) |
Efectivamente, era el mes de mayo y
con los aguaceros caídos no hubo semilla silvestre ni brote que se
quedara bajo tierra sin salir al sol. Los retoños de las ceibas eran
pura caoba transparente. El tronco del guayaba soltaba, a espacios,
la corteza, dejando ver la carne limpia de la madera. Los cañaverales
no tenían una sola hoja amarilla. Verde era todo, desde el suelo al
aire y un olor a vida subiendo de las flores.
Natural que la muerte se tapara la
nariz. Lógico también que ni siquiera mirara tanta rama llena de
nido, ni tanta abeja con su flor. Pero, ¿qué hacerse?; estaba la
muerte de paso por aquí, sin ser su reino.
Así, pues, echó y echó la muerte
por los caminos hasta llegar a casa de Francisca:
-Por favor, con Panchita -dijo
adulona la muerte.
-Abuela salió temprano -contestó
una nieta de oro, un poco temerosa aunque la parca seguía con su
trenza bajo el sombrero y la mano en el bolsillo.
-¿Y a qué hora regresa? -preguntó.
-¡Quién lo sabe! -dijo la madre de
la niña-, Depende de los quehaceres. Por el campo anda, trabajando.
Y la muerte se mordió el labio. No
era para menos seguir dando rueda por tanto mundo bonito y ajeno.
-Hace mucho sol. ¿Puedo esperarla
aquí?
-Aquí quien viene tiene su casa.
Pero puede que ella no regrese hasta el anochecer o la noche misma.
«¡Contra!», pensó la muerte, «se
me irá el tren de las cinco. No; mejor voy a buscarla». Y
levantando su voz, dijo la muerte:
-¿Dónde, al fijo, pudiera
encontrarla ahora?
-De madrugada salió a ordeñar.
Seguramente estará en el maíz, sembrando.
-¿Y dónde está el maizal?
-preguntó la muerte.
-Siga la cerca y luego verá el
campo arado detrás.
-Gracias -dijo seca la muerte y echó
a andar de nuevo.
Pero miró todo el extenso campo
arado y no había un alma en él. Sólo garzas. Soltóse la trenza la
muerte y rabió:
«¡Vieja andariega, dónde te
habrás metido!». Escupió y continuó su sendero sin tino.
Una hora después de tener la trenza
ardida bajo el sombrero y la nariz repugnada de tanto olor a hierba
nueva, la muerte se topó con un caminante:
-Señor, ¿pudiera usted decirme
dónde está Francisca por estos campos?
-Tiene suerte -dijo el caminante- ,
media hora lleva en casa de los Noriegas. Está el niño enfermo y
ella fue a sobarle el vientre.
-Gracias -dijo la muerte como un
disparo, y apretó el paso.
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Sin título Humberto Hernández Martínez "El Negro" (Cubano, nacido en 1958) |
Duro y fatigoso era el camino.
Además ahora tenía que hacerlo sobre un nuevo terreno arado, sin
trillo, y ya se sabe cómo es de incómodo sentar el pie sobre el
suelo irregular y tan esponjoso de frescura, que se pierde la mitad
del esfuerzo. Así por tanto, llegó la muerte hecha una lástima a
casa de los Noriegas:
-Con Francisca, a ver si me hace el
favor.
-Ya se marchó.
-¡Pero, cómo! ¿Así, tan de
pronto?
-¿Por qué tan de pronto? -le
respondieron-. Sólo vino a ayudarnos con el niño y ya lo hizo. ¿A
qué viene extrañarse?
-Bueno... verá - dijo la muerte
turbada-, es que siempre una hace su sobremesa en todo, digo yo.
-Entonces usted no conoce a
Francisca.
-Tengo sus señas -dijo burocrática
la Impía.
-A ver; dígalas -esperó la madre.
Y la muerte dijo:
-Pues..., con arrugas; desde luego
ya son sesenta años...
-¿Y qué más?
-Verá..., el pelo blanco..., casi
ningún diente propio..., la nariz, digamos...
-¿Digamos qué?
-Filosa.
-¿Eso es todo?
-Bueno..., por demás nombre y dos
apellidos.
-Pero usted no ha hablado de sus
ojos.
-Bien; nublados..., sí, nublados
han de ser..., ahumados por los años.
-No, no la conoce -dijo la mujer-.
Todo lo dicho está bien, pero no los ojos. Tiene menos tiempo en la
mirada. Ésa, quien usted busca, no es Francisca.
Y salió la muerte otra vez al
camino. Iba ahora indignada, sin preocuparse mucho por la mano y la
trenza, que medio se le asomaba bajo el ala del sombrero.
Anduvo y anduvo. En casa de los
González le dijeron que estaba Francisca a un tiro de ojo de allí,
cortando pangola para la vaca de los nietos. Mas, sólo vio la muerte
la pangola recién cortada y nada de Francisca, ni siquiera la huella
menuda de su paso.
Entonces la muerte, quien ya tenía
los pies hinchados dentro de los botines enlodados, y la camisa
negra, más que sudada, sacó su reloj y consultó la hora:
-¡Dios! ¡Las cuatro y media!
¡Imposible! ¡Se me va el tren!
Y echó la muerte de regreso,
maldiciendo.
Mientras, a dos kilómetros de allí,
escardaba de malas hierbas Francisca el jardincito de la escuela. Un
viejo conocido pasó a caballo y, sonriéndole, le tiró a su manera
el saludo cariñoso:
-Francisca, ¿cuándo te vas a
morir?
Ella se incorporó asomando medio
cuerpo sobre las rosas y le devolvió el saludo alegre:
-Nunca -dijo-,
siempre hay algo que hacer.
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Sin título Amelia Peláez (Cubana, 1896-1968) |