Nadie sabe el origen de los cuentos, quién los inventó o en qué lugar nacieron. Seguramente fueron atesorados porque a quienes los escucharon las primeras veces, les produjo algún deslumbramiento, o les ayudó a entender algo de las propias vidas.
Formaban parte de tradiciones, o eran conservados en pequeños círculos para formación y entretenimiento. Es probable que fueran relatos orales durante largos siglos. Hasta que alguna vez, un cronista o un escriba, los anotaran en algún lado.
Con pequeños detalles o algunas palabras fueron alcanzando su actual configuración. Algunos nacieron en lugares remotos, por lo que pasaron por varias traducciones hasta llegar a nuestra lengua. Y cada traducción es necesariamente una interpretación.
Respetar los cuentos no es solamente venerar su vejez, sino alimentarse de su vitalidad. .
Bebamos la frescura y el vigor del cuento que presentamos. Está tomado de la tradición budista zen, de una selección realizada por el arqueólogo Guido Tavani (1938-2003).
La moneda de oro.
En cierta oportunidad, un joven acudió a un Maestro a causa de un profundo descontento consigo mismo producto de las burlas y censuras que sus vecinos de la aldea no cesaban de proferirle.
- Maestro, dijo el joven -,he venido a solicitar su ayuda porque en mi aldea, todos dicen que soy torpe y débil, y que no tengo fuerzas ni valor para emprender nada. ¿Cómo puedo mejorarme a mí mismo? ¿Qué puedo hacer para obtener la estima de los que me desprecian por mi condición?
El maestro, que se encontraba cargando leña, le dijo sin mirarlo:
- Ah… cuánto lo siento muchacho, no puedo ayudarte, primero debo resolver el grave problema que me aqueja. Y una vez que lo resuelva, tal vez… pueda hacer algo por ti.
El Maestro permaneció en silencio algunos segundos y agregó:
- Mira, si acaso me ayudas tú a mí a resolver mi problema ahora mismo, después tal vez pueda ayudarte a resolver el tuyo.
La respuesta inopinada del Maestro desconcertó al joven quien creyó escuchar en aquel extraño pedido los ecos del mismo desprecio que suscitaba en su aldea. Vaciló en la respuesta y dijo con un tono resignado y algo renuente:
- Sí… sí… claro… puedo ayudarlo… si usted me lo pide…
-Bien, muchacho.
Inmediatamente el Maestro se quitó un anillo que llevaba en su mano izquierda y se lo entregó al joven con la siguiente recomendación:
- Toma mi caballo, dirígete rápidamente al mercado y procura venderlo hoy mismo pues debo honrar una deuda que ya no admite más tardanza. Mi acreedor es un ser despiadado y cruel y está dispuesto a tomar mi casa en pago de lo que debo. Deberás obtener por el anillo una moneda de oro y así podré pagar mi deuda. Recuerda que no debes aceptar menos de una moneda de oro. Ahora vete, y regresa lo más rápido que puedas con aquella moneda y así me ayudará a librarme de mi indigno acreedor.
El joven tomó el anillo y partió rápidamente hacia el pueblo.
Tan pronto como llegó al mercado, comenzó a ofrecer el anillo a los mercaderes. Allí se topó primero con un tendero quien inspeccionó el anillo con algún interés y mientras lo examinaba le preguntó:
- ¿Cuánto quieres por él?
- Una moneda de oro.
- ¿¿Una moneda de oro??, preguntó azorado el tendero.
- Imposible, muchacho, apenas puedo darte tres monedas de plata, y si regresas más tarde, tal vez ni siquiera pueda darte dos monedas. Mi oferta es ésta: tres monedas de plata ahora mismo.
El joven pudo advertir que no le sería fácil conseguir la moneda exigida por el Maestro. En cada tienda que reparaba obtenía los mismos resultados hasta que un anciano viendo al desafortunado joven ofrecer sin éxito su mercancía le dijo:
- Mira, muchacho, una moneda de oro es una paga excesiva por un simple anillo, y con ella se podrían comprar cientos como el que tú tienes. Trata de ofrecer tu anillo a los que visitan el mercado, ningún tendero va a ofrecerte lo que pides, ya los conoces.
El joven que vio muy razonable el consejo del anciano, comienza a ofrecerlo a los transeúntes, pero la oferta no lograba mejorar sustancialmente. De pronto, alguien que acertaba a pasar por allí vestido con lujosas ropas y secundado por un pequeño séquito, viendo que el joven ofrecía un anillo, se detiene frente a éste y envía a uno de sus sirvientes. Súbitamente y sin perder el tiempo, el joven se dirige al elegante señor y le ofrece el anillo quien lo examina con cierto desdén y le pregunta:
- ¿Cuánto quieres por él?
- Una moneda de oro, señor.
- Es mucho dinero por este anillo. Puedo darte quince monedas de plata y dos vasijas de cobre.
Pero la oferta del poderoso señor no podía ser aceptada. Así, el joven continuó ofreciendo el anillo del Maestro a los cientos de transeúntes que pasaban por allí, ya fueran éstos humildes o ricos, sin que nadie pudiera pagar por él más que unas cuantas monedas de plata o cambiarlo por algunos enseres viejos e inútiles.
Su corazón se había llenado de congoja y de pesar, y una vez más había fracasado en su empresa. Regresó a la casa del Maestro con su alforja vacía y con el anillo en su dedo.
El maestro que lo aguardaba expectante le preguntó:
- ¿Traes la moneda de oro contigo?
- No, respondió el joven, he fracasado, no he podido obtener lo que me pediste. Lo he ofrecido en todas las tiendas y aún a todos los transeúntes, y la máxima paga que se puede obtener por su anillo no supera las quince monedas de plata. Pero nadie parece engañarse respecto del verdadero valor de este anillo.
El momento de Iluminación del Sexto Partriarca Zen Kano Tan´yu (Japonés, 1602-1674) |
El joven se dirigió nuevamente al pueblo llevando el anillo en su mano, pero esta vez, confiando que obtendría, por fin, lo que el Maestro le había pedido.
El joyero tomó el anillo entre sus manos, lo examinó detenidamente a la luz del candil, lo inspeccionó con su lupa y lo pesó. Durante algunos tensos segundos permaneció en silencio y mientras miraba directamente a los ojos encendidos del muchacho, le dijo con un gesto de desaprobación:
- Dile al Maestro que no puedo ofrecerle más que 60 monedas de oro por su anillo.
- ¡¿¿ 60 monedas de oro??!, exclamó sorprendido el joven que apenas pudo contenerse.
- Así es, -replicó el joyero- Si el Maestro puede aguardar un tiempo, podríamos obtener hasta unas ochenta monedas, pero, si la venta le urge, todo lo que puedo ofrecer ahora son 60 monedas de oro.
El joven, visiblemente perturbado por la oferta del joyero, montó el caballo y obligándolo a un sostenido galope se dirigió a la casa del Maestro con su alforja colmada ahora por la buena nueva. Se diría que un dios le había infundido velocidad divina a ese jinete. Sin poder esperar a descender del caballo y voceando eufórico repetidas veces: ¡¡Maestro!! ¡¡Maestro!!, lo puso al corriente de los hechos.
- ¡Su anillo vale más de sesenta monedas de oro!
- Ven, muchacho, desciende, deja que el exhausto caballo recupere sus fuerzas y escúchame:
- Tú eres como este anillo; una joya valiosa y única. Y como tal, tu tesoro sólo puede ser evaluado y apreciado por un experto. ¿Por qué pretendes exponerlo ante los necios que sólo pueden ver el barro en el oro y el oro en el barro?
Y tan pronto como terminó de decir esto, le pidió el anillo y volvió a colocárselo en el dedo pequeño de su mano izquierda.